relámpago

No se trataba de un accidente. Era un despertar.​El doctor Rodolfo Parco había pasado décadas estudiando la bioelectricidad humana, la corriente silenciosa que impulsa la vida. No era un científico, sino un filósofo de la carne, convencido de que la chispa vital no era una mera consecuencia biológica, sino la esencia misma de nuestra existencia. Su teoría, considerada herética por sus colegas, sostenía que el cuerpo humano era un circuito cerrado de conciencia, un universo eléctrico en miniatura. Y que la muerte, la verdadera muerte, era un cortocircuito.Un día, mientras meditaba sobre la fragilidad de este circuito, una falla en su laboratorio liberó un torrente de energía. Pero no fue un simple choque. Fue la confrontación final con su propia teoría. La corriente que lo atravesó no era ajena; era un reflejo magnificado de sí mismo. En lugar de matarlo, lo forzó a confrontar la naturaleza de su propia electricidad. Vio, en un instante cegador, el río de electrones que animaba sus venas, el baile de iones que orquestaba cada uno de sus pensamientos.... no sobrevivió, trascendió. La descarga lo había purificado, quemando el ego y la ilusión de la individualidad. Ahora, la electricidad no solo fluía a través de él, sino que él era la electricidad. Ya no percibía el mundo con los sentidos, sino con la frecuencia. Sentía la vibración de las hojas en los árboles, la desesperación en el pulso acelerado de un animal moribundo, el eco de los pensamientos en los cerebros de los que le rodeaban. Se había convertido en un canal, una antena, un ser que vivía en el umbral entre la carne y la chispa.Su historia no fue de escape, sino de aceptación. Parco no se preguntaba cómo había sobrevivido, sino por qué. Y la respuesta, pensó, estaba en el silencio que siguió al estallido. En ese vacío, descubrió que la verdadera supervivencia no era simplemente seguir vivo, sino entender lo que significa estar vivo. Comprendió que la vida no es un estado, sino una corriente, un flujo constante de energía que se conecta con todo. Y que, a veces, para sentir esa conexión en su forma más pura, hay que estar dispuesto a dejarse electrocutar por la verdad de uno mismo.