las cosas que olvidamos.
Somos espejos rotos, fragmentos de un todo,
faceta de luz y sombra, en cada codo.
Somos la contradicción que en el alma anida,
el “nunca más” que se olvida, la herida que olvida.
Consideramos irremisible el error de hoy,
el juicio implacable, el “de aquí no voy”.
Pero el enojo, esa furia que nos quema,
es un breve rayo, una pasajera diadema.
Y la alegría, un sol que rompe el cielo,
un bálsamo fugaz, un frágil consuelo.
En este vaivén de emociones, ciegas,
olvidamos el milagro que la vida nos riega.
Olvidamos el hambre, el origen, el final,
el ciclo sagrado, la ley universal.
Como el guepardo que a la gacela honra en su bocado,
hemos de honrar el pan, el sustento sagrado.
En cada plato, en cada mesa,
no hay solo comida, hay una promesa:
la vida que en verdad no se extingue para que otra nazca,
la energía que se da para que no envejezca.
No somos dueños, somos parte de un gran telar,
y cada bocado es un acto de agradecer y HONRAR.
Porque al olvidarnos de la gacela en la mesa,
olvidamos que somos, en esencia,
la continuidad...
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