cuento que no podía darle forma y así quedará.Dedicado a cualquiera en cualquier parte.
Era una mañana cualquiera en absorbente ciudad de Montevideo .El sol ya se asomaba tímidamente entre los edificios, y el sonido de los bondis y las bocinas comenzaba a ganar terreno. En medio de este despertar urbano, Julia Nadia se preparaba para un día más en su agencia de publicidad. Mientras elegía qué ropa ponerse, una voz familiar, pero a menudo ignorada, le susurró: "Hoy es un buen día para ir al jardín botánico y pintar"
Julia sonrió. Esa era su voz interna, una compañera constante que rara vez se equivocaba. Sin embargo, la costumbre, la cobardía, la tiranía de lo inmediato, la aplacaban. Tenía una reunión importante a las nueve, luego un almuerzo con un cliente potencial y, por la tarde, la entrega de una campaña que la tenía agotada. "Quizás el fin de semana", se dijo, mientras optaba por un traje sastre en lugar de los jeans y la remera que la voz interior le sugería.
En la oficina, la vorágine la absorbió por completo. Correos electrónicos, llamadas, presentaciones. Todo era urgente, todo era "para ayer". Sus compañeros hablaban de los últimos chismes de la farándula, de las ofertas de fin de semana en el shopping, de la nueva serie de moda. Era la charla de lo pasatista, lo que llenaba los huecos, lo que evitaba el silencio que a veces revelaba incomodidades. Julia Nadia participaba, reía, asentía, pero en su fuero interno sentía un vacío. La voz interior, ahora más tenue, le recordaba el prado el olor al pasto, el pincel sobre el lienzo.
Al mediodía, durante el almuerzo con el cliente, la conversación giró en torno a cifras, estrategias, márgenes de ganancia. Era la esfera de lo superfluo, donde las apariencias importaban más que las esencias, donde el éxito se medía en unidades vendidas y no en satisfacción personal. El cliente, un hombre de negocios de impecable traje y sonrisa forzada, hablaba sin parar de sus logros. Julia, que en otras circunstancias habría encontrado fascinante la charla, notaba cómo su interés se desvanecía. La voz interior se hizo un poco más fuerte: "Hay tanto más que esto, Julia".
Por la tarde, mientras revisaba los últimos detalles de la campaña, una palabra de un eslogan le llamó la atención: "autenticidad". Se detuvo. ¿Cuándo había sido la última vez que se había sentido verdaderamente auténtica? La pregunta la llevó a un lugar más profundo, a la reflexión sobre lo que realmente importaba. Se dio cuenta de que su vida se había convertido en una sucesión de tareas impuestas por otros, dejando de lado sus propias pasiones.
Recordó sus años de estudiante de arte, las horas que pasaba pintando, la alegría que le producía ver una obra terminada. Eso era lo prifundo, lo que conectaba con su ser, con su propósito. Pero con el tiempo, el miedo al futuro, la necesidad de un "trabajo seguro", la habían alejado de ese camino.
De repente, un pensamiento la golpeó:¿qué estaba enseñando con su vida? ¿Estaba enseñando que el éxito se mide por las horas de trabajo y el dinero en la cuenta, o por la satisfacción de seguir tu propia yo que sé? Y, más importante aún, ¿qué estaba aprendiendo? ¿Estaba aprendiendo a ser una máquina productiva, o a escuchar su propia intuición, a valorar su bienestar, a vivir una vida con sentido?
Se levantó de su silla y, con una determinación que no había sentido en mucho tiempo, caminó hacia la ventana. Abajo, la ciudad seguía su ritmo frenético. Pero Julia Nadia ya no se sentía parte de él. La voz interior, ahora clara y potente, le dijo: "Mañana. Mañana vamos a la Botánico".
Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Julia durmió profundamente, con la certeza de que al día siguiente no solo iría a pintar, sino que comenzaría a enseñarle a su vida una nueva melodía, y a aprender a bailar al ritmo de su propia voz. El pincel la esperaba, y con él, la promesa de una vida menos pasatista, más profunda y auténtica, donde lo superfluo cedería su lugar a lo verdaderamente esencial.Y le sonó la alarma y corriendo media dormida volvió a su oficina.
Comentarios
Publicar un comentario